Por Nechi Dorado
Décadas del ’60, ’70, un nuevo fenómeno sorprendía a un mundo acostumbrado a ideologías expansionistas generadoras de guerras, muerte, dolor; aunque por supuesto no se puede hablar de un mundo lineal, donde todos respondieran “sí” ni todos dijeran “no” resignándose al espanto. Entre estos últimos hubo quiénes se organizaron conformando un abanico de grupos juveniles dispuestos a demostrar su inconformismo frente a las políticas belicistas, interpretando que no representaban sino un culto a la muerte y sobre todo un redituable negocio para pocos.
Producto de esa no aceptación irrumpió una novedosa tendencia visibilizada cuando comenzaron a “estallar bombas que salpicaban color en vez de muerte”. No quedaban víctimas de esas detonaciones, simplemente formabas, o no, parte del cambio que sorprendería tanto al extenderse por el orbe: el movimiento hippie.
Por supuesto, la rebeldía que se instalaba desde el epicentro de ese movimiento en una época donde la sociedad era extremadamente conservadora, produjo que la aparición de la cultura hippie fuera caracterizada como un riesgo potencial al que se exponía a la juventud dotada de “buenos ejemplos”.
El apelativo que se descargó contra esa cada vez más numerosa multitud de jóvenes pacifistas, anti-sistema, capaz de enfrentarse a los valores tradicionales, ilegítimos, fue tildarlos de vagos, sucios y amorales, mucho más siendo que la consigna central de esgrimida por ese fenómeno era “Hagamos el amor y no la guerra”. Claro, hablar de amor en un mundo partido en dos, donde infinidad de jóvenes eran enrolados para invadir países culturalmente diferentes, era una afrenta al statu-quo establecido. La libertad, leiv motiv que acunaba sueños diferentes a los proyectos elucubrados, fue interpretada como un peligro que había que derrumbar, -el pensamiento crítico no siempre es tolerado-. Para un hippie la libertad era la premisa, consideraba que cada quien era libre de hacer lo que quería, de vestirse a su gusto y sin admisión de cuestionamientos, por ello también respetaba la opinión de los demás, incluidos los conservadores, aunque éstos no fueran capaces de notarlo.
Jamás hicieron uso de la violencia, siendo el centro de su interés la protección del medio ambiente; no tenían líderes, cambiaron las formas de cultura adaptándolas a su modo, comprensible para muchos, deplorable para otros. Las reuniones de los hippies se fueron extendiendo atravesando fronteras, pero lo central, lo que quedó instalado en la memoria, fue el llamado festival de “Woodstock” en 1969, en el cual se reunieron durante tres días medio millón de jóvenes entre lluvia, viento, barro, planteando una búsqueda hacia la vida espiritual y hermanados con la naturaleza, haciendo tronar su consigna pacifista.
La guerra de Vietnam fue el puntapié decisivo para aunar voluntades en contra de esa aberración dando mayor ímpetu al movimiento.
Joan Baez; Crosby, Stills, Nash y Young; The Who; Jimi Hendrix; Sly and the Family Stone; Santana, son solo algunos de los músicos que actuaron en el festival que había sido anunciado como “tres días de paz y amor”.
La era parió una nueva tendencia, el movimiento que comenzara como una expresión de anarquismo pacifista, con el correr de los años habría de ser desestructurado. Para ello apelaron desde los grandes centros de poder, a la intoxicación como método desintegrador y a partir de excesos, adicciones generadas mediante la introducción de drogas alucinógenas, asestaron un golpe mortal, un quiebre a la médula de lo que nació, creció y se expandió como expresión libertaria, contestataria, rebelde.
No obstante, quienes admiramos ese fenómeno juvenil que no encubría sino un grito desesperado tendiente a fomentar la conciencia de la contracultura, el rompimiento con las leyes impuestas, el respeto a la diversidad; los que no caímos en la trampa de alucinógenos, marihuana ni ninguna otra droga, seguimos guardado en nuestras almas el recuerdo de aquellos momentos en que el color inundó al mundo mientras las voces elevaban consignas contrapuestas a la hipocresía en un planeta en el que no había espacio para todos.
Donde pocos amos se adueñaron de demasiados esclavos.
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